sábado, 3 de agosto de 2013

Quizás lo más bucólico que darse pueda en una ciudad es una piscina. Los árboles y el césped atemperan el calor del día y parece que lo sojuzgaran al imperio acotado de la sombra y el fresco.
El agua azul feliz de la piscina también trae su ráfaga de frescor donde la gente se sienta, come su bocadillo, bosteza inmensamente y habla con la desgana que da el estar tumbados con unas horas por delante sin tener nada que hacer.
Las mujeres hablan de próximos eventos como bodas o bautizos y los hombres pierden la mirada hacia los senos y caderas de las hembras que se recuestan sobre las toallas, esas mujeres desconocidas que han venido a la piscina invitadas y han armado un revuelo de miradas y comentarios sobre sus cuerpos.
Yo paseo la vista por los corros que se van formando a la sombra de los árboles. Mis amigos hablan de cine, de la última película vista, cae el sol de forma gradual, como un bálsamo que trae la brisa de la tarde. Y todo se ha cumplido casi como quería Dios. La carne ociosa siempre es lujuriosa.

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