sábado, 20 de abril de 2013

Nunca había notado ese sudor en las palmas de las manos tan persistente y molesto que se producía cuando sentía angustia.
Es que nunca había sentido angustia. Primero consistió en un pequeño desasosiego por ver pasar las horas sin saber muy bien qué hacer; luego fue un verdadero pánico a los días informes que se seguirían uno tras otro, divididos en horas tan iguales, tan llenas de sol y claridad, tan anchas como plazas de toros sin toro.
Y entonces decidió escribir la historia.
Nunca había escrito nada y como no sabía de qué escribir, empezó por la historia de sus padres. La historia de sus padres no difería de la de muchos que se criaron en un pueblo y llegaron a Madrid a buscarse la vida.
El nacimiento de sus padres se lo tuvo que inventar y dibujó en unas líneas lo poco que recordaba de sus abuelos, que le vivieron poco. Recreó como pudo un mundo de privaciones y una guerra de la que había oído historias. Sí sabía que tuvo una abuela de tendencias de izquierdas y un abuelo borrachín. Otro murió en la guerra y la abuela que él vio de pequeño estaba demasiado ida de la cabeza para contarle nada.
Pero lo bueno de todo es que se tiraba unas horas después del café inventando lo que podía porque, más que nada, la historia de sus padres se la tuvo que inventar. Sus padres no solían hablarle de sí mismos. Sólo alguna anécdota suelta que no tenía hilo. Y muchas horas de trabajo en el campo que no valían para rellenar líneas de un historia. Así que se inventó un castillo y una princesa.

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