domingo, 21 de abril de 2013

Miguel estaba en el baño, sentado en el retrete. Fuera, por el ventanuco los pájaros discutían de amores con un terco piar; la luz, diáfana, sin temblor alguno, igualaba en blancor todo el recinto donde Miguel se afanaba en lo suyo.  Miguel se deshacía en gusto por la prima.
-¿Qué haces Miguel? La prima ha preguntado por ti.
En el comedor, la abuela y los tíos hablaban en voz tranquila. La prima se sentó en una silla y allí estaba, con su cara angelical, no hecha a las picardías, de una belleza inocente y traída de tiempos de la infancia a una juventud tranquila, como si la niña hubiera tomado el sexo de un límpido charco de agua. Sus senos robustos tapados por un jersey suave parecían dos seres animados y encerrados por belicosos en un cuerpo que invitaba a la caricia y al disfrute. Sus ojos oscuros y grandes muy quietos, su melena arrullaba un rostro fino y dulce de boca generosa.
El primo apareció y no se daba cuenta de que la prima lo amaba. Vinieron otros días y esa atracción duró mucho y se hizo insoportable para los dos el disimulo.
Empezaron a salir y a conocer sus cuerpos. Era una delicia reconocerse el uno en el otro. Hubo bula papal. Hubo boda.
No había en todo el barrio dos chicos más afortunados por el amor.

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