miércoles, 13 de febrero de 2013

El hombre miró a sus zapatillas recién compradas, se iba a hacer caminante. No temía que el agua se le colara por las suelas, puesto que en su región llevaba años y años sin llover. Tomó un café en casa, tranquilamente. Metió en su mochila un dinero, se la echó al hombro y salió por la puerta sin nadie a quién decir adiós. Quizá decía adiós a su rostro en el espejo, cada vez más ajado y que esta mañana tenía cierto halo de ilusión en sus contornos.
Sin embargo, no madrugó. El día era muy largo y él no tenía ocupaciones. Tampoco lo haría el primer día de echarse a andar. En el ordenador dejaba un sinfín de historias escritas por el hombre sedentario que fue. Historias que ya no tenían sentido. No podía llevárselas consigo. También dijo adiós a esas historias. Ahora el sentido estaba en el camino que iba a recorrer.
Se dirigió al Norte, a la ciudad próxima, y por la carretera, mientras fumaba un cigarrillo tras otro, pensó que pronto sería el hombre que siempre quiso ser. El hombre caminante. El hombre sin destino. The rolling stone de las canciones de Dylan.
Y pronto lo fue. Cuando llegó a la ciudad próxima comió algo y se metió en un tren que le llevó lejos. Lo más lejos que había estado nunca de sí mismo. Y no dejó de rodar ya nunca, hasta que se hizo viejo y por su propio bien ingresó en una residencia de ancianos a tres mil kilómetros de la ciudad que le vio nacer.
Los ancianos se maravillaban de las cosas que había hecho el hombre caminante durante su vida.
Cuando estaba en el lecho de muerte, el hombre caminante pidió ser enterrado en su pueblo natal, en Segovia. Nadie sabía muy bien lo que decía, creían que estaba loco. Le enterraron en el cementerio de la ciudad, ciudad rusa en la frontera con China.
Y allí yace el hombre caminante que un día se echó a andar y no paró hasta hacerse mayor.




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