jueves, 31 de enero de 2013

Los chavales, como yo los llamaba y a los que daba clases, podían ser tus mejores amigos durante un año o podían ser temibles si te flaqueaban las fuerzas. Eran, en general muy exigentes. Ellos tenían una idea muy precisa de lo que era un profesor: un señor muy listo que organizaba muy bien las clases para que pasaran pronto y bien. Ese señor podía ser muy autoritario y mandón y entonces, la hora se hacía más larga y con más temor o podía ser flexible y mantener la autoridad al mismo tiempo, de modo que la hora se ajustaba a lo que quería el profesor pero había cancha para que ellos se expresaran, compitieran por la nota, se agruparan con un objetivo común, etc. De esta última manera procuraba yo dar las clases. Yo quería que se evidenciara lo que ellos sabían y tenía que organizar la clase para que fuera participativa pero no anárquica, de manera que existiera un toma y daca entre mis explicaciones, que pretendían ser someras, y las preguntas que yo hacía para tenerlos ocupados en sus respuestas. Yo siempre estaba planteando hacer grupos, pasar lista con preguntas, hacer exámenes orales para que ellos se fueran probando y no sólo se limitaran a tomar apuntes.
Pretendía que disfrutaran del conocimiento que iban ellos mismos haciendo dándoles la palabra todo lo que se pudiera. Los libros de texto, a veces, ayudaban en este objetivo mío pero otras, lo estorbaban. Yo he hecho representaciones teatrales en clase con un decorado pintado en la pizarra. He tenido en ascuas a los alumnos poniendo nota con exámenes orales que duraban una semana, pasando lista y preguntando tres o cuatro cuestiones de las más variadas a los alumnos. Para ello, tenía que confeccionar unos cuestionarios de siete u ocho hojas. Para las representaciones teatrales procuraba adaptar el lenguaje de un Lope o un Tirso para que lo memorizaran bien. Una vez acabado el interrogatorio o la representación, la nota era instantánea, hecho que les gustaba mucho pues veían la respuesta inmediata a su actuación.
No prescindía de los exámenes pero mis exámenes eran "de pensar", no sólo se basaban en verter conocimientos de memorieta. Procuraba hacer preguntas con un problema lingüístico o un texto literario con preguntas variadas para que aplicaran los conocimientos, no los volcaran sin más. 
Pero todo eso acabó. Ya no me levanto por las mañanas tempranamente pensando en qué juego o qué ejercicio pondré a los chavales para que se ejerciten en la lengua o en la literatura. Ya no hay amigos, ya no hay adversarios a los que dirigir o sugestionar con una tiza o con la oratoria práctica de un profesor.
Y pienso cada día en que he perdido un gran oficio, un gran entretenimiento que es muy gratificante si te sale bien.
Y pienso que el olor a instituto es muy humano, muy saludable, sobre todo, cuando los compañeros te dan los buenos días y los alumnos ven que tú te ajustas a lo que ellos piensan con precisión meridiana lo que es un profesor: un buen hombre que es muy listo y con el que se pasa la hora en un pis pas.

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